Cuando hablamos de aprendizaje, debemos ante todo aclarar en qué sentido utilizamos este término. Podemos definir al aprendizaje como la posibilidad de dar respuestas ajustadas a lo cambiante del entorno. Dicho en otras palabras, el aprendizaje se relaciona con la capacidad de adaptación.
Bien sabido es que la vejez es una etapa signada por cambios importantes en todos los planos. Podemos mencionar, entre otros, los cambios físicos, fisiológicos, la crisis en los roles de la vida cotidiana y de la identidad, y asimismo la crisis de pertenencia (marcada por la modificación en el modo de ser y de participar de la vida social). Tan significativa es la crisis de acceso a la tercera edad que, junto con la crisis adolescente, se toma como hito para dividir el ciclo de la vida en el conocido esquema de las tres edades.
Planteados estos aspectos, y recordando la definición inicial de aprendizaje, pasemos a preguntarnos si no es factible pensar que el aprendizaje es un hecho central en la vida del anciano. ¿No son todos los cambios mencionados una interpelación directa a su capacidad de adaptación? ¿No es necesario que ponga en juego todo su potencial de aprendizaje para aprender (y re-aprender) a manejarse con un cuerpo diferente, con un rol social diferente y con una actividad cotidiana diferente (entre otros cambios)? Podemos contestar afirmativamente estas preguntas sin temor a equivocarnos.
Hablemos ahora de aprendizajes más específicos o “académicos”, que suelen generar mayor controversia. Siguiendo un arquetipo deficitario de la tercera edad, diríamos que en ella se dan pérdidas o disminuciones físicas, fisiológicas y cognitivas que obstaculizan (o anulan) la capacidad de aprendizaje. No puede negarse que hay ciertos potenciales que disminuyen su rendimiento, pero debe recalcarse que existen otros potenciales que los compensan. Por esto, parece más adecuado hablar de un cambio en el perfil intelectual, el cual de ninguna manera significa pérdida.
Numerosos estudios han demostrado que lo que más afecta la capacidad de aprendizaje, no son tanto los cambios físicos y mentales, sino el miedo a fallar y el temor al ridículo. Es decir que, desde el rol psicopedagógico, estos últimos aspectos deberán ser muy tenidos en cuenta, además de proporcionar al anciano estrategias adecuadas de procesamiento y evocación de la información.